No en todos los lugares se apuesta igual por la investigación, pero a nivel general sigue siendo insuficiente porque sigue habiendo elementos que no se atienden.
Lamentablemente es la pregunta del millón, por qué no se invierte más en investigación, sobre todo investigación de enfermedades raras y en investigación de aquellas enfermedades que padecen personas con una mayor situación de vulnerabilidad, como es el caso de los cánceres de menores.
Hay que decir dos cosas, cuando se habla de inversión en investigación no se puede tener un patrón común. Las competencias en materia de investigación y sanidad están transferidas a las comunidades autónomas, sin perjuicio de que haya elementos comunes también a nivel de investigación, es decir, plataformas, universidades o centros de investigación de carácter estatal que tienen esa capacidad. Las autonomías sostienen el mayor peso de la investigación en cualquier ámbito.
En el caso de Euskadi, hay algunos polos de investigación, como ocurre en Donosti, donde sí existe uno muy potente. La investigación hoy en día tiene dos parámetros: uno privado, que atiende a la rentabilidad económica, y el público, que atiende a la rentabilidad social. A las instituciones en general les falta sensibilidad para invertir más en ámbitos de interés social, como puede ser el caso de las enfermedades raras, que pueden ser muy costosas en cuanto a tratamientos, pero clave en el interés social. La cuestión es que la industria farmacéutica atiende a criterios económicos.
De todas formas, no en todos los lugares se apuesta igual por la investigación, pero a nivel general sigue siendo insuficiente porque sigue habiendo elementos que no se atienden. A todos se nos llena la boca, pero en los presupuestos no hay rastro. Decir que hay investigación suficiente no es cierto, falta sensibilidad, el dinero es limitado y las preferencias se ponen donde quieren los gobiernos. Seguramente tampoco se está sabiendo atraer investigación privada a patologías concretas.
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Me llamo Lourdes y vivo en Valladolid. Durante estas fechas hace dos años, mi hija Irene se empezó a quejar de que le dolía el brazo izquierdo. Nuestra hija había sido siempre una niña muy sana, así que tanto ella como nosotros, de entrada, consideramos que se podía tratar de un tirón. Entonces Irene tenía 13 años. Pasamos nochebuena y ella seguía teniendo molestias; decía que le costaba coger postura en la cama. Nosotras dos éramos como una de sola; nos complementábamos. En un momento dado, se me activo la «alarma madre» y me empezó a parecer extraño que los efectos de un tirón duraran tantos días. Quedaban pocos días por fin de año. Un día se levantó y tenía el brazo hinchado y caliente. Decidimos acudir a urgencias y el médico que nos visitó consideró que se trataba de una tendinitis, así que le recetó antiinflamatorios y llevar el brazo en cabestrillo. Consideró que era mejor no hacerle una radiografía porque era pequeña para radiarla.
Irene volvió al instituto y seguía expresando que no estaba cómoda con el brazo. Yo estaba a punto de empezar un trabajo nuevo y me estaban dando formaciones y mi marido estaba de vacaciones, así que la llevó a la pediatra. Ella consideró que debíamos llevarla a urgencias, que los síntomas de mi hija no eran los de una tendinitis. También nos hizo un volante para que le hicieran una radiografía. Cuando salí del trabajo, fui al hospital y ya le habían hecho unas cuantas radiografías; querían observar el brazo desde todos los ángulos. Nos indicaron que se veía una lesión, pero no pudieron concretar de que tipo, así que ingresaron a nuestra hija para poderle hacer una resonancia magnética lo antes posible. Le hicieron una analítica, la primera en su vida, y al día siguiente por la mañana le hicieron la prueba en cuestión. Un traumatólogo, después de hacer la resonancia, nos dijo que en 24 horas tendría el resultado, pero que se percibía que se trataba de algo muy agresivo y activo, y que a lo mejor nos tendrían que derivar a otro hospital.
En 15 minutos el equipo médico se plantó en la habitación y nos indicaron que acudiéramos a un despacho. Allí, nos informaron de que Irene tenía un tumor cancerígeno llamado: Sarcoma de Ewing y que nos derivaban al Hospital Niño Jesús de Madrid, ya que en el hospital de Valladolid no tenían unidad especializada para este tipo de cáncer. De la noche a la mañana tuvimos que hacer tres maletas, dejar el trabajo y nuestra casa e irnos a Madrid. Una vez llegamos, en el hospital se sorprendieron de que a Irene no le hubieran practicado una biopsia, así que se la hicieron ellos. Nos explicaron, entonces, que Irene no padecía un Sarcoma de Ewing, sino que padecía un osteosarcoma bastante agresivo y grande y que el tratamiento sería quimioterapia y una intervención quirúrgica durante la cual le quitarían el húmero y le colocarían una prótesis.
La oncóloga nos puso al día a los tres e Irene empezó con la quimioterapia después de que le realizaran numerosas pruebas. Nosotros, mientras, estuvimos alojados en un hostal y nuestros padres nos tenían que ayudar económicamente. Tuvimos la suerte, también, de que hubiera asociaciones privadas que nos fueron ayudando con el aspecto del alojamiento pero también en el sentido asistencial, económico y psicológico. Aunque la quimioterapia que recibió nuestra hija de entrada era fuerte, ella nunca tuvo que ingresar debido a los efectos secundarios que le provocaba.
Más adelante, le practicaron otra biopsia y consideraron que el pronóstico se planteaba peor de lo esperado, así que le ampliaron la quimioterapia. De la noche a la mañana, cuando le quedaba muy poco para que la operaran, me percaté de que el brazo se le había hinchado de nuevo y pedí que le hicieran una resonancia. Los médicos constataron que la enfermedad se estaba haciendo resistible a la quimioterapia, así que nos plantearon como única opción y sin garantizarla, amputarle el brazo. La operación fue bien, le quitaron muchos ganglios, incluso el centinela, pero se recuperó bien. Cuando nos dieron los resultados, nos informaron de que los bordes estaban limpios de osteosarcoma, pero que este no era el único cáncer que afectaba a nuestra hija; Irene padecía, también, un rabdomiosarcoma; un cáncer prácticamente desconocido.
Los médicos no tenían referencias para curar esta patología, así que recurrieron a organismos internacionales para intentar algún tratamiento que, como mínimo, estancara el crecimiento de la enfermedad. Le hicieron un PET-TAC para ver que no hubiera afectación en las partes blandas y apareció todo limpio, aun así, después de tres días, le repitieron la prueba y se percataron de que la enfermedad se le había expandido por el pulmón, la clavícula, la cadera, la pierna, la rodilla e incluso en el muñón. Entonces ya nos indicaron que con metástasis en los huesos, la tasa de supervivencia era prácticamente 0.
Mientras esperábamos aferrados a la esperanza de que llegara algún tratamiento, Irene se iba deteriorando. Tenía dolores y cada vez estaba más decaída. Irene pidió que durante el fin de semana la dejaran ir al pueblo porque eran fiestas, así podía estar con sus amigos y así fue. Aunque tuvimos que irnos un día antes, ella estaba contenta. Cuando llegamos de nuevo al hospital, le hicieron una analítica que salió completamente alterada; la enfermedad la estaba invadiendo. Le bajaron la fiebre y nos dijeron que como no tenía consulta hasta después de dos días, nos podíamos ir del hospital. Cuando fuimos para la visita, nos indicaron que el PET-TAC había salido muy mal y que aunque le habían preparado un ensayo clínico, Irene estaba tan mal que no podrían darle nada. Nos informaron que le daban un plazo de vida de 24 horas, pero duró 15. Teníamos muchas cosas que decirnos.
El equipo de paliativos nos cuidó muchísimo a todos y el 21 de agosto de 2019, a las 12h, Irene nos dejó en la misma habitación donde meses atrás había estado para que le pusieran el Port-a-Cath. Mientras las enfermeras le proporcionaban mediación, Irene se despertó, yo la acuné y después de decirme: «te adoro», cerró los ojos y se fue. Nos dejó en paz, con una sonrisa y con serenidad. Los resultados del estudio genético llegaron después de 10 o 15 días. Irene tenía 7 proteínas alteradas y fue imposible que encontraran algo para destruirlas. Del estudio sacaron que este no era un cáncer hereditario y que se podría haber desarrollado debido a un desajuste relacionado con el sistema genético y la adolescencia. Nuestra hija firmó para que su caso sirviera para impulsar una línea de investigación por si algún niño o niña se encuentra, por mala suerte, en su misma situación.
Yo lucho por mi hija, porque me dijo que viviera y que luchara para conseguir que no haya nadie más que pase por lo que tuvo que pasar ella. Hay que investigar. Es triste que los ciudadanos tengamos que tirar de nuestros bolsillos medio vacíos y casi suplicarlo. Hay dinero para hacerlo, pero se decide no usarlo para esto. Con estas acciones les destrozan el futuro a los niños y a mí me han partido la vida a los 46 años. De la generación de niños y niñas que pasaban por un cáncer que estuvieron con Irene, 18 de 21 murieron.
Por otro lado, considero que el hecho de que solo sean las asociaciones privadas quien te ayuda económicamente es penoso, ya que es inevitable que en una situación así lo dejes todo, y de esto estoy segura de que los políticos son plenamente conscientes. Si no es por las fundaciones, en un contexto como el nuestro te hundes.
Me dirijo a los políticos del Congreso de los Diputados para que, después de leerme, tomen conciencia y empiecen a considerar que implicaría para ellos estar en nuestro lugar. ¿Por qué no se dejan de catalogar los cánceres infantiles como enfermedades raras y se apuesta para invertir a favor de la investigación de los mismos?