Pregunta para Cortes de Castilla-La Mancha
Los enfermos de cáncer que tienen que desplazarse de ciudad para ser tratados se encuentran con el problema del alojamiento y de la distancia familiar, ¿qué medidas se pueden adoptar para solventar estas situaciones?
Mi nombre es J.J. Redondo, y con 14 años superé una leucemia.
Todo comenzó con unos micromareos espontáneos que surgían al levantarme de algún sitio. Podría ser abril o mayo de 2013, y cuando acudí al médico me dijo que se trataba de las bajadas de tensión típicas que acostumbran a dar con la llegada del calor. Con todo y con ello, mis padres me comentaban que me notaban un tono amarillento en la piel, algo a lo que no echamos mucha cuenta.
La situación fue empeorando con el paso de los meses. Más adelante, ya entrados en verano, mis padres se ausentaron para hacer un voluntariado. En ese momento me quedé en casa de mi tía que tiene escaleras en su domicilio, y al subirlas, me quedaba sin aire, me asfixiaba. Esto vino acompañado de fatiga y una ingesta excesiva de agua. Al regreso de mis padres, me dijeron que me veían aún más amarillo de lo que me habían dejado.
Además de esto, una serie de moratones empezaron a emerger en mis piernas, hecho al que no presté mucha atención ya que, en casa de mis tíos, dormía en un colchón en el suelo al lado de un escritorio. Lo que finalmente me asustó mucho más fue un gran cardenal, como de tres puños de diámetro, que me apareció en la ingle.
Pero el culmen de la situación llegó en agosto, cuando, estando en la feria de Valdepeñas, me mareé hasta el punto de caerme. Aquello fue en la madrugada del 3 al 4 de agosto, y esa misma noche acudí con mis padres a urgencias. Allí me hicieron un análisis de sangre que, tras horas esperando, me comentaron que debían repetírmelo. Allí, en mi pueblo, ya le dijeron a mi madre que muy probablemente padeciera leucemia, y esa misma noche me mandaron al hospital de Ciudad Real.
Me trasladaron a Madrid porque en Ciudad Real no había oncología pediátrica. Así comencé los ciclos de quimioterapia, y aunque a los cuatro días me hicieron una extracción de médula y había eliminado todas las células cancerígenas de mi cuerpo, tuve que continuar durante dos años y medio más con la rutina.
Recién llegado al hospital de la capital, yo sin saber nada de lo que tenía, coincidí en la habitación con una niña pequeña. Le pregunté a su madre que qué le pasaba a su hija, me dijo que tenía leucemia y yo, ignorando la situación, le pregunté que qué era eso. Apenas 12 horas después conocería que era la leucemia cuando, finalmente, el médico me contó cuál era la causa de mis síntomas.
Durante el tiempo que estuve en Madrid sometiéndome a las sesiones de quimioterapia, teniendo en cuenta que soy de Valdepeñas, me estuve alojando junto a mi familia en la sede de la asociación Asion, en la calle Reyes Magos de la capital.
El problema es que es un espacio muy reducido (dos habitaciones) en el que, de haber más gente, no podíamos alojarnos. Por suerte, mi familia tiene a una amiga que, cuando nos veíamos muy apurados por el asilo, nos brindaba su propia casa.
La vida de una persona enferma de cáncer se encuentra en un continuo proceso de cambios y altibajos; si a esto se suma el problema del alojamiento y la distancia familiar que acarrea el desplazarse a otro lugar, la enfermedad se hace aún más dura.