De niña sufrí maltrato intrafamiliar, pero no soy la única. Necesitamos protocolos escolares para detectar la violencia infantil lo más pronto posible.

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Mi nombre es Patricia y aunque nací en Uruguay llevo casi 20 años viviendo en España. Hoy me presto voluntaria para contar la historia de maltrato que sufrí cuando era solo una niña. Espero que esto ayude a concienciar sobre la necesidad de implementar protocolos y leyes que protejan a la infancia desde los primeros indicios. Además, creo que sería importante ofrecer un seguimiento terapéutico para que las personas que hayan pasado por algo similar puedan aprender a sanar. Todavía miles de niños y niñas sufren maltrato en el ámbito familiar ¿A qué estamos esperando para actuar?

En mi caso todo empezó cuando tenía unos siete años. Mis padres se habían separado y mi madre se había vuelto a casar con otro hombre. Esta persona fue la que, durante años, me hizo la vida imposible. Me maltrataba física y psicológicamente. Me obligaba a limpiarle los zapatos, hacerle la comida o ir a por sus recados y me amenazaba con agredirme si no lo hacía bien. Llegó un momento en el que buscaba cualquier excusa para castigarme, ya fuera por la subida de la factura de la luz o porque había algo que no estaba en orden.

Todo eran golpes y amenazas para que no se lo contara a nadie. Aún así yo intentaba recurrir a mi madre, pero ella tampoco me ayudaba. Cuando le decía lo que había pasado, ella me chantajeaba emocionalmente diciendo que le hacía daño contándole aquellas cosas, incluso llegó a expresar que se suicidaría como no parase de reprocharle aquello. Alguna vez hasta llegó a castigarme agrediéndome también. 

Me encontraba totalmente sola. Me alucinaba ver que el maltrato estaba justificado por la mayor parte de la familia. Por aquel entonces era normal que los padres castigaran a sus hijos y nadie hacía nada. Perdí las ganas de estudiar, de comer y de vivir, pensaba que si no se moría él lo haría yo.

Cuando cumplí ocho años, empecé a tener fuertes dolores abdominales que resultaron ser cólicos. Lo pasaba realmente mal y llegué a perder el apetito. Como solución mi padrastro me obligaba a comer con el cinturón al lado de la mesa y me pegaba si no me terminaba todo el plato. Cuando lograba acabar cogía una rebanada de pan y la partía: “ahora rebaña lo que ha quedado”, me exigía. 

El machaque psicológico llegó a ser casi peor que los daños físicos. Vivía con miedo constante y esto afectaba a todos los ámbitos de mi vida así que un día decidí que no podía soportarlo más. Con tan solo 15 años llegué a planear mi propia muerte y como último recurso por pedir ayuda se lo conté a mi madre. Fue el único momento en el que logré verla desbordada y pidió ayuda a una tía mía. Esta acudió a hablar conmigo y me prestó un libro del que saqué herramientas para lograr seguir mi camino. 

Acabé enfrentándome a mi padrastro y me marché de casa. Trabajé en una escuela de aromaterapia hasta que, con 19 años decidí ir en busca de una vida nueva. Considero que he sido capaz de perdonar y estar en paz conmigo misma, pero hay mucha gente que no consigue hacerlo. Por eso quiero reivindicar la importancia de concienciar y sensibilizar sobre el maltrato infantil desde las instituciones públicas. Necesitamos protocolos escolares para detectar y acompañar a los niños y niñas que sufran cualquier tipo de violencia, así como la posibilidad de acceder a un seguimiento terapéutico para las personas que hayan estado en esta situación.

 

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