Pregunta para Congreso de los diputados
Soy Ana y padezco dolor crónico desde los 24 años. ¿Cuándo se creará una política estratégica para abordar el dolor crónico? ¿Cuántos años más tendré que esperar?
A mis 29 años he tenido que resignarme a abandonar mi puesto como Responsable de Comunicación de una gran empresa porque, poco a poco, he ido empeorando y el dolor se ha apoderado de todo. He tenido que aceptar que jamás volveré a ejercer de aquello para lo que me había formado, para el trabajo que me hacía feliz, porque mi cuerpo manda sobre todos y cada uno de los aspectos de mi vida. Ahora soy una pensionista menor de 30 años. Me han concedido incapacidad permanente para mi puesto habitual. Quizás algunos jóvenes soñarían por cobrar sin trabajar. Yo no: quiero aportar al mundo...
Hace unos cinco años, después de llamar a la puerta de muchas consultas, fui diagnosticada de un síndrome de dolor pélvico crónico complejo, cuya evolución, por supuesto, ha afectado a mi salud mental, haciendo constar en mi historial una depresión moderada, una elevada ansiedad y un ingreso en psiquiatría. Por supuesto, también ha afectado a lo físico: suboclusiones intestinales y autocateterismos frecuentes. Sí, he de sondarme para orinar, con los riesgos de padecer infecciones periódicas que ello conlleva y que padezco.
El dolor me ha dañado significativamente y causado un sufrimiento enorme, a mí y a las personas que me quieren. Cuando el dolor es constante un día tras otro... En algunos momentos, cuando el dolor es muy agudo, dejas de existir como persona. He tenido que pasar por un proceso de duelo personal, lo que supone aceptar que la Ana que subía las escaleras del metro a pie, por ejemplo, ya no existe. He tenido que empoderarme en mi dolor y construir una nueva Ana, que, ante todo, más allá de periodista, poeta o escritora, primero es feminista y activista en lo que concierne a la visibilización del dolor crónico y a demandar más investigación en salud femenina.
No tengo problema en reconocer que he sufrido un trastorno de la alimentación porque no entendía por qué había de alimentar a un cuerpo que no paraba de dañarme y jugármela, una y otra vez. Esta ira y rechazo hacia mi cuerpo me ha llevado a desarrollar un trastorno de conversión, una disociación entre mi cuerpo y mi cabeza que me provoca numerosos ataques en los que pierdo la vista, la capacidad de hablar, sufro convulsiones... Sin dejar nunca estar consciente y sentirme atrapada en un cuerpo que no reconozco como mío y que no me obedece.
Ya no creo en la felicidad ni albergo esperanza alguna. Creo en resistir y en hacer visible lo que supone padecer dolor crónico, un mal especialmente femenino. Creo en dar voz a todas esas mujeres que sufren día a día dolor como yo y que ven cómo el silencio se apodera de su cuerpo y en interpelar a la sociedad, a las instituciones y al Gobierno porque sufrir dolor no es normal e importa. Al fin y al cabo, son los demás los que tienen en sus manos tratar de mejorar nuestra calidad de vida un poquito, porque cuando el dolor llega lo hace para quedarse.
Por eso pido a los políticos del Congreso de los Diputados que se unan a mí en esta visibilización de lo que supone vivir con dolor crónico un día tras otro. Es increíble que, a estas alturas, todavía no haya ninguna política estratégica y transversal para abordar el dolor crónico por parte de ningún partido. No existimos. No contamos. Somos las invisibles, las olvidadas. Más increíble es aún la escasa y tardía investigación en salud femenina y la escasa importancia que despierta el cuidado de la salud mental de estas personas que lo padecen que, por en su mayoría son mujeres, un colectivo tremendamente vulnerable en todos los sentidos.
Necesitamos que comprendáis que la de un porcentaje significativo de personas en nuestro país es sufrir dolor y día y otro. Eso es el dolor crónico. Y necesitamos más que nunca cuidar la salud mental de las pacientes. Una no llega a una consulta y llama una y otra vez a distintas puertas de especialistas porque no sea fuerte o esté loca. Vivimos en una realidad que se niega a ver el mundo, que es rechaza porque “molesta” y es “incómoda.” Esta sociedad que nos ha enseñado a ocultar el dolor pase lo que pase, a avergonzarse de él y culparse del mismo y en nuestro contexto para que te escuchen, has de dar pena aunque solo estés demandando un trato digno. Y profesional. Sí, somos fuertes y resistimos, pero el dolor crónico sobrepasa todo cuanto toca. Tan solo es capaz de entenderlo quien lo padece pero sí que podemos fomentar la empatía y educar en el autocuidado y la mutua comprensión, independientemente de que esta realidad no guarde relación alguna con tu vida. Solo eso es lo hará que nos merezca la pena levantarnos una mañana tras otra a pesar del dolor: no sentirnos solas, sino acompañadas.