Ante el órdago independentista no hay otra actuación posible que aplicar la Ley, con serenidad pero sin complejos. Al igual que ETA intentó en su día derrocar el Estado de Derecho, el secesionismo pretente lo mismo, aunque en este caso no sea a través de la violencia física (aunque sí mediante la violencia sicológica o simbólica, que llevan décadas ejerciendo). La Ley es precisamente lo que garantiza la democracia y protege los derechos fundamentales, tanto de las mayorías como de las minorias, de todos. La Ley se puede cambiar, pero no se puede vulnerar. 

La solución de Cataluña no pasa bajo ningún concepto por hacer nuevas concesiones al nacionalismo, reconocerles singularidades (¡las hay en todas partes!) o concederles privilegios fiscales como los que ya tienen País Vasco o Navarra. La igualdad y la solidaridad son incompatibles con este tipo de apaños que son precisamente los que nos han traido hasta aquí. Si algo hemos aprendido estas últimas décadas es que el nacionalismo es insaciable y ningún tipo de privilegio les va a contentar.

Además de todo ello es preciso que el Estado no renuncie a estar presente en Cataluña, que no permita que se atropellen los derechos linguisticos de los hablantes de español, que no se eliminen los símbolos constitucionales, como la bandera de los lugares públicos. Y hay que abordar también de forma urgente los problemas que nos han traido hasta aquí, especialmente el adoctrinamiento en las aulas. Es imprescindible reformar la Constitución, pero no para contentar al nacionalismo, sino para garantizar la igualdad, para recuperar la competencia de educación para el Estado, eliminar la discriminación linguistica y garantizar por Ley el derecho de los padres a educar a sus hijos en su lengua materna.