He pasado por más de 70 operaciones para reconstruir mi rostro después de que mi padrastro me prendiera fuego. La violencia vicaria existe, ¿por qué no hablamos de ello desde el ámbito educativo?

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Mi nombre es Jenifer, tengo 24 años y nací en Paraguay, aunque llevo desde los 10 viviendo en España. Mi padre murió cuando yo tenía seis años y tiempo después mi madre conoció a un hombre con el que tuvo un hijo. Nuestra economía no era buena así que cuando mi hermana se hizo lo suficientemente mayor para encargarse de nosotros, mi madre se trasladó a España en busca de un trabajo mejor.

Los fines de semana solíamos ver a mi padrastro. Mi madre y él ya no estaban juntos, pero mantenían cierta relación ya que habían tenido un hijo en común. Él la había maltratado durante años, tanto física como psicológicamente, aunque yo no podía darme cuenta porque todavía era muy pequeña. Le pegaba y le amenazaba constantemente, incluso cuando ella ya estaba en España. 

Con nosotras él era diferente, parecía un hombre “simpático y bueno”, aunque había ciertos aspectos que le molestaban mucho como por ejemplo que nunca le llamásemos “papá”. A pesar de que yo no tenía la edad suficiente como para darme cuenta del maltrato que ejercía sobre mi madre, mi hermana, nueve años mayor que yo, sí que pudo verlo y me insistía en que él no era nuestro verdadero padre. 

Sin embargo, siempre se mostró muy amable y cariñoso conmigo. Ansiaba tener una hija ya que solo había concebido hijos varones, nunca pensé que podría hacerme daño, pero un día ocurrió. Fue un domingo 29 de julio, yo tenía 10 años. Me metí a la habitación que era de mi madre y me tumbé. De repente entró este señor, yo pensé que se iba a tumbar a ver la tele conmigo como de costumbre. Pero lejos de eso, entró, cerró la puerta con pestillo, tiró la botella de thinner y automáticamente prendió la cerilla. Todo empezó a arder. 

Había fuego por todas partes, yo estaba muy asustada y salté encima de la cama. Entonces me cogió del pelo, me tiró al suelo y aguantó mi cara contra el fuego mientras me decía “no volverás a ser la princesita de papá”.

Cuando mis hermanos consiguieron romper el pestillo y abrir la puerta él se quedó dentro, su intención era suicidarse y matarme a mí también. Yo conseguí salir a duras penas, no sé cómo lo hice, pero saqué fuerzas para salir corriendo. Recuerdo que él me miraba y se reía: “vas a salir, pero no vas a vivir”.

Me llevaron al Hospital del Quemado de Asunción. Al ingresar, entré en un profundo sueño y cuando quise darme cuenta, habían pasado tres meses y tenía el 47% del cuerpo quemado. Mi familia era muy pobre y no teníamos el dinero necesario para pagar las operaciones y los medicamentos. Un día el médico le dijo a mi madre: “si quieres que tu hija tenga una vida normal, sácala del país”, y fue entonces cuando nos mudamos a España. 

Estuve entrando y saliendo del hospital hasta los 21 años. Mi adolescencia fue una auténtica tortura y cree una doble personalidad. En el instituto aparentaba ser una chica fuerte, pero cuando llegaba a casa comenzaba mi auténtico tormento. Desde pequeña me hicieron mucho bullying por mi aspecto físico, incluso hoy en día, sobre todo cuándo vuelvo a Paraguay puedo sentir las miradas y murmullos de la gente al pasar por delante de mí. Creo que la parte psicológica ha sido igual o peor que las secuelas físicas, pero aun así no es imposible de superar. 

Cuando era adolescente mi madre trabajaba mucho, así que yo me quedaba sola en casa a menudo. Odiaba mi imagen así que cuando llegaba del instituto tapaba con mantas o toallas cualquier cosa en la que pudiera verme reflejada, espejos, jarrones, pantallas, etc. Veía a las demás chicas en la televisión o en las películas y pensaba “quiero ser como ellas”, hasta que mi psicóloga me hizo entender que yo podía ser como ellas, solo tenía que decidirlo y cambiar mis hábitos y pensamientos negativos.

Fueron años de terapia hasta que logré librarme de la culpa, quererme a mí misma y entender lo que había ocurrido. Llegué a pensar que esto que me había pasado era un castigo por algo que yo había hecho mal. Todo lo sucedido me hizo crecer de golpe.
Me arruinaron mi infancia, todo lo que recuerdo de ella está asociado a una imagen: me veo en el hospital, sin poder moverme, sin ser capaz de respirar por mí misma, conectada a numerosas máquinas ... Con este testimonio quiero mostrar que es posible salir de toda esa culpa y oscuridad que te invade.

Por mí y por todas las niñas que hayan pasado por una situación similar, necesitamos que se de voz a estos casos. Hay que visibilizar que la violencia vicaria es una de las partes más perversas de la violencia de género. Hay que inculcar esto desde la educación, con charlas y talleres que puedas advertir a niñas y adolescentes de los diferentes tipos de violencia machista que existen. Desde aquí pido a las instituciones que se pronuncien frente a estos casos y que nos ofrezcan protección antes de que puedan hacernos daño. Sensibilizar y concienciar a la población es el primer paso para acabar con esta lacra social. 

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