Pregunta para Cortes Valencianas

Al igual que casi un millón de personas en España, llevo más de un año muy enferma tras padecer Covid. ¿Cuándo se van a investigar las causas y tratamientos del Covid persistente para que podamos recuperar nuestra vida?

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Mar Pastor Pregunta de Mar Pastor

«Hola, me llamo Mar y soy Covid persistente». Así me imagino presentándome ahora: a modo de confesión incómoda. Me sirve, no obstante, para justificar de antemano mis posibles limitaciones y dar a conocer esta modalidad de Covid de larga duración (desconocida para una gran mayoría y sufrida por una no despreciable minoría). Creo que las personas afectadas albergamos, junto a la incertidumbre y desesperación, un estúpido sentimiento de culpa: debimos habernos curado hace meses, pero todavía no hemos recuperado nuestras vidas.

Yo me contagié a finales de marzo. La pandemia acababa de declararse y poco se sabía sobre el virus más allá de que afectaba a los pulmones y podía llevarte a estar intubada en la UCI. Y matarte. Mi relativa juventud jugó en mi contra cuando me atreví a llamar al médico. Había empezado con falta de aire al hablar, el pecho cargado, pinchazos lumbares intensos y había seguido en la cama con fiebre, dificultad respiratoria, fuertes dolores, temblores y mareos. El doctor me respondió que muy probablemente se tratase del coronavirus, pero como no pertenecía al grupo de riesgo, debía quedarme en casa y tomar Paracetamol. Ahora sabemos que padecer más de 5 síntomas la primera semana de enfermedad ―sobre todo si eres mujer entre 35 y 55 años― te hace propensa al Covid persistente. 

Pasadas dos semanas sin apenas mejoría y con la capacidad respiratoria comprometida (no conseguía hablar por teléfono ni mandar audios de más de 15 segundos), creí que no lo contaba. Recuerdo haber pensado que si me moría por lo menos acabaría tan horrible malestar. Además, el aislamiento y la incomprensión no ayudaban. Compartía casa con unas amigas y, al enfermar todas, había ganado una tendencia a obviar la posible gravedad del virus. Incluso, en ocasiones, que se tratase del temido Covid. Que yo no me recuperase se achacó a mi actitud, cuando ―por lo que ahora sé― estaba pasando sin ningún tipo de medicación por una neumonía, entre otras patologías. 

Casi 20 días después, una nueva médica decidió enviarme una ambulancia después de una noche en la que me había despertado una taquicardia brutal. Como mi saturación pulmonar era correcta y, pese a la taquicardia, mi corazón latía de manera regular, del hospital me mandaron de vuelta a casa. En autobús. Y sin una triste radiografía. Era un momento caótico y el protocolo se centraba en salvar vidas, pero pertenecer al limbo de una gravedad moderada te condenaba a quedarte desamparada. 

Los días siguientes a mi visita hospitalaria, al intentar llevar a cabo actividades cotidianas como freír un huevo, mi cuerpo reaccionaba con una intolerancia al esfuerzo que me dejaba tumbada como si alguien me hubiese dado con un mazo después de correr una maratón. No comprendía nada. 

El día 40, la doctora me aseguró que aunque siguiese con congestión, dolor e hipersensibilidad a cualquier estímulo ya no era contagiosa y podía por fin abandonar la dichosa cuarentena. Mi compañero y yo estimamos que en otro par de semanas estaría bien, pero desde esa conversación ha pasado ya más de un año. 

¿Qué hacer cuándo con poco más de 40 años te encuentras tan incapacitada como una muerta viviente y nadie puede darte una explicación o asegurar tu recuperación?  

En mi caso, utilicé todo el arsenal de recursos que mis allegados y una psicóloga tuvieron la gentileza de compartir conmigo desde la distancia y aproveché todo el cuidado que mi pareja me ofreció para invertir la poca energía que me quedaba en hacer ejercicios de rehabilitación pos-Covid. Todo lo que me servía lo iba escribiendo en mi blog Mardetinta (en principio destinado a relatos de ficción), con el objetivo de ayudar a otros muertos vivientes desatendidos y dar algo de sentido a tanto sufrimiento. 

Lo que pretendo remarcar es que las personas con Covid crónico (nada menos que un 10% de pacientes) nos hemos visto totalmente abandonadas por la comunidad médica, ante profesionales que nos diagnosticaron ansiedad porque no consiguieron salirse de la norma  ―la que dice que la enfermedad solo dura 15 días―; o los que, confesando su desconocimiento, propusieron como tratamiento esperar a ver si se nos pasaba

Me llevó un tiempo darme cuenta de que, ante esta actitud médica relajada o evasiva, debía insistir y exigir las pruebas pertinentes. Así fue como, tras cinco meses de angustia, conseguí que me realizaran un TAC torácico que reveló una cicatriz en el pulmón izquierdo recuerdo de la neumonía que me había provocado el virus, hasta ese momento sin diagnosticar. Al contar con un inhalador, aleluya, se aligeró la inflamación pulmonar y mejoró un poco la disnea. Los análisis de sangre revelaron anemia, inflamación sistémica y un alto índice de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 y los virus Epstein-Barr y Zóster. Además, mi sistema inmune seguía alterado. Pero ningún especialista supo explicarme por qué no me recuperaba. Ni siquiera recetarme alguna medicina que me aliviara alguno de los otros síntomas, más de veinte, como molestias torácicas, oculares, musculares, cardiovasculares y digestivas que me torturaban a diario. Sin nombrar mi inseparable fatiga extrema a la que, pese a ser el factor más incapacitante, se le restaba importancia.

Hasta que no participé en el estudio de Covid persistente realizado por la Unidad de Investigación Clínica de un hospital de Bruselas, no encontré comprensión. Ni algo de paz. Por los pacientes que habían examinado hasta la fecha, identificaban diferentes perfiles dentro la condición crónica. Los casos con mejor pronóstico eran los que habían visto afectado su sistema inmune y nervioso como reacción al virus y, aunque llevaran meses muy enfermos, todo indicaba que terminarían por recuperarse. Era importante el descanso, la rehabilitación muscular y la asistencia psicológica.

Al comunicarme que era mi caso, lloré de alegría, pero también me sentí dividida: ¿Qué esperanzas podría dar a los que pertenecían a la otra categoría? ¿Ellos seguían albergando el SARS-CoV-2 como algunos estudios apuntaban? ¿Y a los que se les habían reactivado otros virus tras contagiarse, conformaban un grupo diferente? ¿Cuál era el tratamiento en cada caso? ¿Existía la manera de ahorrarse dos años de infierno o hacerlos más llevaderos aunque terminasen con el final feliz de la recuperación?

Puedo plantear muchas preguntas, pero no tengo ninguna respuesta. Solo una investigación científica conseguiría desvelar las incógnitas. Mientras tanto, millones de personas siguen incapacitadas y dependientes cuando antes llevaban una vida activa y plena. 

Tras dieciséis meses malditos, ya no sufro los golpes de cansancio que me dejaban paralizada durante horas ni dolor constante. Incluso he vuelto a "ser yo" algunos días. A pesar de ello, con fatiga postviral es contraproducente sobrepasar los límites de actividad, así que llevo casi dos años apenas sin salir y sin ver a mi familia porque, de momento, no me llega la energía para coger un avión. 

En España, pese al protocolo de actuación conseguido por la asociación SAL Covid Persistente España, en colaboración con la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG) y el reconocimiento de la existencia de la enfermedad por del Ministerio de Sanidad, se necesitan estudios que esclarezcan qué nos pasó, tanto para establecer un diagnóstico temprano que evite tanto sufrimiento, como para  pautar el tratamiento adecuado que nos devuelva la salud robada de esta forma tan drástica e inesperada. Para que podamos recuperar al fin nuestra autonomía e independencia, nuestros hobbies, para poder volver a presentarme como antes, sin etiquetas, con un simple «Hola, me llamo Mar».

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